Pasemos por la vida patinando… como Dios

Me gustaría seguir descubriendo «pistas» para este tiempo nuestro, para el post-COVID (si es que alguna vez podemos hablar de «post»), para la vida «normal» que queramos recuperar y mantener. Y especialmente, pensando en la Vida Religiosa.

Hoy el texto es un poema de Ana Blandiana. Entre tanto pavor por desescalar me parecía que un soplo de aire fresco nos vendría mejor. Y la poesía siempre ayuda a respirar. Éste lo descubrí en una selección de Iván López Casanova (Pensadoras para el siglo XXI. Amar, comprender y transformar el tiempo presente, Rialp, Madrid 2017):

Ellos pasan patinando

con los auriculares retumbando en sus oídos,

y los ojos clavados en las pantallas,

sin advertir que las hojas caen, que los pájaros se van,

ellos pasan patinando,

mientras que, por encima de ellos giran las estaciones

las vidas,

los años y los siglos,

sin entender qué es lo que pasa.

Ellos pasan sobre patines,

por entre las sombras de la realidad

que creen que existen

y entre personajes que piensan que son hombres,

mecanismos creados por otros mecanismos

a su imagen y semejanza,

mientras, Dios desciende entre ellos

y aprende a patinar

para poder salvarlos.

Ana Blandiana, «Sobre patines», Mi Patria A4, Pretextos, Valencia 2010, 67.

Sí, somos de los que pasamos la vida patinando con auriculares o viviendo sobre patines. Cada cual nómbrelos como mejor quiera. Y no es bueno, ni malo. La vida es. La Iglesia es. Pero no basta.

Dios aprende a patinar para poder salvarnos. Desciende, aprende, patina. Tres verbos que bien quisiera para mí y para nosotros. Quiero una Iglesia (una Vida Religiosa)

  • que desciende (porque siempre en algo estamos muy altos…)
  • que aprende (porque descubre que no sabe tantas cosas…)
  • que patina (porque elige pasar por uno de tantos, como Dios mismo

Patina, escucha música, lee, ríe, pasea, se equivoca, abraza, pide perdón, reza, disfruta, llora, lucha, hace la comida, cura, besa, baila, canta, celebra, acompaña, contempla, grita, calla, cose… En definitiva, todo aquello que hacen todos a los que Dios quiere salvar y a los que nos envía. Todo aquello que difícilmente estará nunca recogido en un documento capitular o en la programación del sexenio.

Pero que, misteriosamente, nos acerca más a Dios. A su imagen y semejanza.

 

 

Honrar la vida

En una entrada anterior comencé a compartir textos que me parecen sugerentes para la Iglesia y en concreto, para la Vida Religiosa «post-COVID». Textos que nos ayuden a «reinventarnos», no por snobismo sino por fidelidad al Evangelio y a la realidad en la que vivimos y somos enviados.

Hoy es una canción de Eladia Blázquez, en la versión de Sandra Mihanovich. Vivir resucitados es honrar la vida. No basta vivir. No basta anunciar que El vive. No basta entregar nuestros afectos, nuestro tiempo, nuestros bienes y voluntad, nuestros proyectos.

No. Permanecer y transcurrir no es perdurar,

no es existir ¡ni honrar la vida!

Hay tantas maneras de no ser,

tanta conciencia sin saber adormecida…

  1. Durante mucho tiempo he creído que perdurar a lo largo de la historia y seguir existiendo es un signo de vida, un signo de Dios. Como si celebrar centenarios de las diversas instituciones garantizara estar siendo fieles y, sobre todo, estar vivos. Pero voy dándome cuenta que no. No siempre es así. Y, además, casi siempre, el precio por esta permanencia es construir enormes estructuras internas y externas. Éstas, ciertamente, nos protegen pero también nos ralentizan e hipotecan. Quizá resucitar con el Resucitado tenga más de invitación a despertar y no vivir adormecidos, y así, honrar la vida. ¡Cuántos religiosos y religiosas que no pactan con el tedio vital, con la permanencia a cualquier precio!, ¡cuántos consagrados que pasarán desapercibidos en los anales y en la Historia pero que se recordarán con cariño en cada persona o comunidad que se cruzó con ellos! Honraron la vida.

Merecer la vida no es callar y consentir

tantas injusticias repetidas…

Es una virtud, es dignidad

y es la actitud de identidad más definida!

Eso de durar y transcurrir no nos da derecho a presumir

porque no es lo mismo que vivir, ¡honrar la vida!

2. Merecer la vida sin callar ante la injusticia suele tener como precio perderla. Curiosa paradoja de nuestra fe. Quizá vivir como resucitados nos cueste la vida pero no habrá sido vivida en balde. Habremos honrado la vida. No basta con denunciar o gritar. No se trata de vivir en permanente lucha. Es una virtud, dice la canción. Un don, por tanto. Que cuando lo acogemos, crece dentro y nos otorga un regalo mayor: nos da identidad. Esa que no necesita muchos nombres, jerarquías, roles,… La identidad vivida. La identidad que no presume porque solo quiere ser quien es. Ni más ni menos. Aunque no aparezcan en los boletines ni se cuenten entre los grandes. Honran la vida.

No. Permanecer y transcurrir

no siempre quiere sugerir honrar la vida

Hay tanta pequeña vanidad

en nuestra tonta humanidad enceguecida.

¡Honrar la vida!

3. ¿Vanidad, ceguera? Quizá. Pero sobre todo, tonta humanidad. Indecisiones, Cobardías. Dejarnos llevar por lo que hay para evitar conflictos y divisiones que no quiere Dios y que a nosotros nos aterran. Estaremos vivos, pero no honraremos la vida. Entregaremos la vida pero no la honraremos. Quizá ayudemos a otros a vivir. Pero nosotros nos estaremos vivos del todo.

Honrar la vida es alegrarnos en la Resurrección de Cristo y en un café caliente compartido y en una tarde de peli en comunidad y en lo que le alegra a otro hermano.

Honrar la vida es que nos vean vivir y se alegren y sientan que merece la pena que haya hombres y mujeres que elijan vivir así.

Honrar la vida es que nos levantemos por la mañana y agradezcamos vivir como vivimos, donde vivimos y con quien vivimos, porque más allá de las tensiones y encontronazos cotidianos, nos sentimos parte de la vida que hemos elegido, de la vocación recibida, de la institución que nos acoge y a la que hacemos crecer, en una pertenencia mutua.

Honrar la vida es llevar a cabo un trabajo pastoral y que la gente se asombre no sólo de que esté bien hecho sino de que lo hagamos juntos, con libertad, sin necesidad de cuotas artificiales para que ninguno se sienta menos que el otro, dejando que cada uno aporte lo que puede y algunos aportarán 0 (pero se sabrán parte de la vida comunitaria igual) y otros 100 (pero se sabrán exactamente igual que el resto porque la dignidad vital nos llega de otro modo).

Honrar la vida como resucitados es tener tantas ganas de vivir y que los demás vivan plenamente que nuestras casas y allí donde cada uno estemos, sea un lugar que rebose vida. Vida de la buena, de la que todo el mundo entiende y no hay que explicar nada porque todos lo percibimos por los poros. También cuando hay situaciones de dolor, de mucho sufrimiento, porque jamás nos será indiferente. No hay otro modo. Con lo desordenada, caótica, libre y variada que es la vida siempre. No hay otro modo.

Honremos la vida. Nos jugamos la vida en ello. La nuestra y la de nuestras instituciones. Y sobre todo la del mundo al que somos enviados. ¡Feliz Pascua!

Soledad de María… en el Súper

Tenía que ir a comprar hoy, Sábado Santo. Ciertamente, podría haber aguantado con lo que hay y esperar. Aunque eso ya lo dije el miércoles santo… Por eso, bien de mañana, me encaminé hacia el Super del barrio.

Los que hacéis la compra estos días, seguro que lo imaginais. La cola que da la vuelta al edificio completo a las 10 de la mañana es lo más parecido a la variedad humana. Al menos, donde yo vivo. En edad, género, origen, sistema social. Mientras estuve esperando, entró un Audi al parking del super; creo que quizá dos coches más grandes; el resto, unos 8 o 10, pequeños utilitarios. Todos los demás, cientos, de pie esperando. Quizá no es mala maqueta de la proporción humana.

Y seguimos esperando. La mayoría pacientemente. Rítmicamente. Es lo más parecido a un paso procesional que podría imaginar. Es el guardia de seguridad quien marca que avancemos, y todos lo hacemos con un paso corto, respetuoso. La mayoría silenciosamente. Aunque siempre hay alguien que no para de hablar a gritos por el móvil, llamada tras llamada. No sé si le asusta el silencio o la espera o las dos cosas. A mí me molesta con sus gritos; a otros seguramente les dará igual. Y los que están más lejos, al otro lado del edificio, ni siquiera la pueden escuchar. Así que no debe ser para tanto, aunque a mí me ponga tan nerviosa. Igual es algo parecido a lo que me pasa en la vida.

Ha pasado varias veces un señor de limpieza. Silenciosamente. Casi cabizbajo. Aunque ahora, cuando ya estoy casi en la puerta de entrada, veo que levanta los ojos y sonríe a los reponedores y al guardia. Supongo que en estos días de pandemia han generado más lazos afectivos entre ellos que en todo el año pasado.

Ya estoy dentro. Unos con mascarilla, otros sin ella, todos con guantes. Voy comprando lo que necesito y lo que puedo guardar sin que se arruine para reducir las salidas de casa lo más posible. Igual soy demasiado ingenua pero me parece que ahora nos dejamos pasar con el carro entre los pasillos y chocamos menos. Por la distancia de seguridad y porque nos miramos con más ternura y menos exigencia. Quizá porque todos nos sentimos ahora más vulnerables. Y a poca buena voluntad que uno tenga, es difícil atacar a quien percibes débil; sólo lo hacemos cuando estamos tan desorientados que ni buena voluntad nos queda. Me recuerda a la Pasión de Jesús: ¡cuánto mal y cuánto se multiplica cuando dejamos que siga adelante impunemente contra el más desvalido!

Anuncian que en diez minutos guardaremos un minuto de silencio por las víctimas y sus familias. Ya he llegado a la caja. ¡Cuánta gente haciendo lo que tiene que hacer, sin más ni menos! Sin alardes heroicos y con la mejor de sus caras. Al acabar nos invitan al silencio. Todo se para. Nadie se mueve. Nadie. Da igual que llevemos dos horas para poder hacer alguna compra. Cualquiera diría que todos nos conocemos, que somos de la misma familia, del mismo duelo. Quizá es que sí lo somos, aunque no lo sepamos.

Las cajeras con los brazos caidos y la mirada baja; los reponedores fuera como un equipo de fútbol, fuertes al sentirse uno; los que compramos, respetuosos y agradecidos, creo yo, a quienes nos permiten normalizar la vida. Y el mundo sigue. Y yo, hoy, en el mercadona de mi barrio, he rezado la Soledad de María sin pretenderlo. Y no puedo evitar imaginar a María, en aquel primer sábado, que también tendría que ir a comprar algo para hacer la comida. Con toda la mezcla de sentimientos dentro de sí. Como yo hoy. Como casi todos. Gracias, María.

Tendremos que reinventarnos. Nosotros también.

Desde que comenzó el confinamiento por el COVID-19 tengo ganas de escribir en este blog, pensando especialmente en la Vida Religiosa (apostólica) o Vida Consagrada (no entro ahora en la posible distinción). Las posibilidades eran varías:

  • ¿cómo vivir en comunidad religiosa este tiempo raro y distinto que la pandemia nos ha traído?, ¿como una familia?, ¿como un «convento» en sentido literal? Porque los religiosos y religiosas de «vida activa» (es que tenemos un problema con los nombres) no somos monjes ni monjas. Y sería llamativo que hubiéramos afrontado este tiempo de confinamiento de un modo más similar al de un claustro que al de una familia.
  • humanamente, ¿es sano que vivamos cerrados en casa con el mismo ritmo, horario y tarea, si tenemos 20 años, 45 o 83? Quizá acompañada de otra pregunta: ¿en nuestro tipo de vida es un criterio válido lo «humanamente» sano o nos inclinamos a pensar que nuestra vida se rige por otros parámetros sobrenaturales?

Pero he decidido que bastante tenemos con lo que hay. Demasiado dolor. Demasiadas pérdidas. He elegido dedicar estos días a generar movimientos positivos, como la mayoría de personas en el planeta. ¡Asombrosa la actitud generalizada de compasión, solidaridad, buenos deseos, entrega, empatía…! ¡Parece Navidad!, ¡dan ganas de ser mejores personas!

Y por eso compartiré algunos textos que me parecen sugerentes y motivantes y que quizá puedan darnos pistas para reinventarnos cuando todo esto acabe. Porque todos tendremos que hacerlo de alguna manera, personal y colectivamente.

Tal vez me equivoque, pero cada vez percibo con mayor intensidad que a lo que hoy estamos llamados es a «una forma de vida sin forma», lo cual no significa ni deforme ni a-forme. La expresión «sin forma» trata de transmitir la idea de que no hay una forma fija y estable que debamos buscar para reemplazar la antigua; que lo peculiar de nuestra Vida Consagrada pasa hoy para nosotros, en este momento histórico, por ser capaces de resistir -en fe, esperanza y amor…, esto es, sostenidos por la confianza en Dios, en una paciente espera y desviviéndonos en el amor- este no saber, no poder y no poseer la respuesta definitiva ni la forma estática sobre la que dejar reposar y descansar nuestra consagración.

[Nurya Martínez-Gayol, «Raíz y viento», 156 (Santander 2015)]

Luchar contra enemigos comunes siempre une. Pero esa identidad dura lo que dure el enemigo. Ahora un virus. También une mucho el dolor. Puede unirnos también el no saber, no poder y no poseer. Y algo de esta inseguridad es ahora, también, causa común con todo el planeta. Ojalá la falta de seguridades nos lleve a abrir posibilidades, a permitir nuevos intentos, a des-institucionalizar tanta vida, a relativizar muchos esquemas. Pero de verdad. Con decisiones concretas. No con documentos. De esos ya tenemos. Y esos ni nos curan, ni nos hacen crecer juntos. Reinventados.

Ungidos… ¿con vicks vapoRub?

Es una palabra rara. No es coloquial, al menos. Literalmente, ungir algo es untarlo, pringarlo. Me trae recuerdos de infancia, cuando estábamos constipados o con tos y mi madre venía a darnos friegas de vicks vaporub. No quiero hacer propaganda gratis, pero ese momento era genial. Y creo que no lo era tanto por el ungüento en sí, sino por la mano de mi madre o de mi abuela acariciándonos el pecho, la espalda, la garganta y, a veces, ¡hasta los pies! Dicen que tal práctica no solo cura, sino que sobretodo protege y previene, te fortalece, te ayuda a respirar mejor.

La Palabra define a Jesús -entre otras cosas- como «el ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38). No sé si resultará irreverente, pero mi recuerdo de infancia me ayuda a entender mejor la unción de Jesús. Y por analogía la nuestra, la de todos. No solo la de los llamados «consagrados» en la Iglesia, sino la de todo ser humano, creatura querida y acariciada por Dios desde el inicio.

Imagino a Dios Padre moldeando a cada nueva criatura desde el seno materno y ungiéndola con el Espíritu Santo, que da calor, fortalece, protege, sella. También con Jesús, niño en el vientre de María, como acabamos de celebrar en navidad, aunque enseguida se nos olvida cuando le contemplamos en el Jordán bautizándose o predicando por los caminos.

Imagino también a Jesús recibiendo la unción serena y luminosa antes de comenzar su misión tras recibir el bautismo de Juan. Nueva etapa. Nueva misión. Nuevos miedos. Nuevos sueños. No en vano, el siguiente paso serán las tentaciones del desierto. Ninguna unción nos lleva en volandas a predicar, a curar, a hacer milagros, a generar seguidores… Siempre hay que pasar por silencio, desierto, soledad y tentaciones. Es humano. Es lo de todos. Pero no es igual pasarlo con el calor de la unción en el pecho (vicks vaporub, con perdón, entiéndanme) y con el toque cálido de quien nos quiere y nos ha dado la vida.

No es igual ir por la vida y afrontar la vocación y la misión sin la mano del Padre sobre la cabeza y el ungüento del Espíritu Santo en el corazón. Vivir así también es ser como Jesús. Intentar vivir como vivió Él: ungidos, haciendo el bien y curando.

Todo lo demás, al final, no pasa de ser unciones para sentirnos como el Emperador, como un semidios alzado o como alguien que puede ejercer el poder dado de lo alto. No veo nada de esto en Jesús. Y menos en la escena del Bautismo. Ojalá aprendamos a vivirnos como criaturas y como bautizados (los que lo estemos) y como consagrados (los que lo estemos) desde dentro. Pasando por uno de tantos.

¡Qué grande eres!

Últimamente lo oigo mucho. Como un elogio, como un deseo, como un valor. Y lo dice gente buena, personas a las que quiero mucho incluso. Pero últimamente siento que algo por dentro me rechina al escucharlo. No sabría decir por qué. ¿Envidia? -dirán algunos-. Podría ser pero creo que no.

En la sencilla celebración de Domingo de Ramos donde participé este año, me resonó de nuevo. Llovía bastante. En la capilla de un campus vacío, quizá no éramos más de 25 para la bendición de Ramos. Nada te llevaba a gritar ¡Hosanna! enfervorecida. Y tampoco escuchando las lecturas y la Pasión me surgía por dentro gritar a Jesús: ¡Grande!

Y cada año lo mismo. Aparentemente, al menos.

No sé qué tenemos en la cabeza cuando decimos que alguien es muy grande o cuando nos parece que es una meta en la vida, por mucho que repitamos frases hechas aprendidas: «no, gracias… tú sí que eres grande…, no, grandes vosotros…»

¿Grande? La realidad te devuelve la verdad, a veces como una solemne bofetada. Y entra Jesús en un burro mientras los niños (¡los niños de la calle!) le aclaman. La escena no deja de ser dantesca y dramática cuando miras el cuadro completo.

Huyo de los «grandes». También de los «humildemente grandes». Peor. Quizá es una etapa y se me pasará. Pero hoy me produce urticaria. Y yo misma de «grande» también me la produzco. Hay tanto «grande» admirable que no pasaría la prueba de la intrahistoria, de la bondad con los de casa, de la coherencia cuando nadie mira, de los que priorizan qué necesita el conjunto antes que su pequeño grupito de incondicionales o las propias ganas o los sueños personales…

Me quedo con el de la borriquilla. Entre el ridículo y la ternura. Supo lo que tenía que hacer y quiso hacerlo. A ver si soy capaz de quedarme toda la Semana (Vida) con Él… a un ladito.

De vacíos y esperanzas

Cada vez es más frecuente encontrar Belenes completos desde el inicio de Adviento. No, no hablo de centros comerciales (eso es otra historia). Hablo de centros cristianos, comunidades religiosas, colegios y universidades.

Me refiero a perdernos esa tradición que yo no conocí hasta llegar al Noviciado: se pone el Belén pero no hay Niño. Hay vacío. Se hace hueco. Se espera. Se echa en falta.

Y lo echo de menos. La fuerza del vacío, de una cuna vacía, de un espacio incompleto entre pajas, de un «no hay nada» en el lugar al que todos dirigen la mirada.

Como María, la Virgen «en estado de buena esperanza», que sabe como nadie de vacíos y huecos, porque sabe que viene. Ella miraría de otro modo el espacio abierto con José para que el Niño naciera.

Ya viene… ya viene… Todo huele a Él. Podemos mirar con ojos nuevos todos los vacíos y ausencias de nuestra vida.

Pequeños y gigantes

Somos pequeños. No sé si enanos, pero pequeños. Al menos yo soy pequeña.

Casi todo nos viene grande. Al meno a mí, casi todo me viene grande.

Y aunque en el fondo sabemos que no es verdad, muy frecuentemente la realidad se pinta en blanco y negro.

Sólo necesitamos que alguien nos preste una brizna de color, una pizca de tiza roja o verde o amarilla o azul o como sea…

Y, entonces, algunas veces, se produce ese milagro. Y sin saber muy bien cómo, cogemos perspectiva, miramos atrás y vemos que hemos llegado mucho más alto de lo que sería esperable con nuestra sola capacidad. De lo que sería «normal».

Seguimos siendo pequeños. Pero, a veces, hay manos que nos empujan y (casi) nos hacen volar. Tímida y sencillamente. Lo suficiente para recordarnos que es posible, es bueno, es bello y es verdadero.